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Ojos verdes, de Pilar Galán.
Por la insatisfacción,
motor del mundo
En esta foto el mar se adivina al fondo, como un espejo tranquilo, más allá del malecón.
Pasean los dos ajenos a la cámara, mirándose el uno al otro, como si no existiera nada más, como si estuvieran a salvo del tiempo congelado en este instante. A ella se la ve hermosísima con un vestidito blanco, la mano de él como una mancha negra en su breve cintura.
Probablemente la foto fue tomada en La Habana, al atardecer, uno de esos días sin viento, de calma absoluta, en los que el calor pegajoso puede llegar a volverte loco. A su alrededor, sin embargo, parece flotar una ligera brisa.
Septiembre del cincuenta y cuatro. Reconozco la letra temblona de mi abuelo, las vocales correteando como hormigas nerviosas. Me pregunto por qué no ha apuntado la fecha antes, por qué la ha guardado en la memoria hasta hace un mes, para escribirla con esta letra que es propia de un hombre mayor, no del joven moreno que pasea en esta foto.
Septiembre del cincuenta y cuatro. Ojos verdes. Conozco la canción desde que era un niño, desde antes de aprender a hablar siquiera. A mi abuelo las coplas le encantaban, sobre todo ésta. Podía pasarse horas y horas tarareando la misma musiquilla, una y otra vez, sentado sin moverse, a mi lado, siguiendo el ritmo con el suave balanceo de la cuna.
Otras veces nos sentábamos juntos en el umbral, yo jugando con la tierra mojada y él cantando entre dientes, levantando apenas la mano para saludar a los conocidos. Porque mi abuelo tenía miles de conocidos, millones. Al menos eso pensaba yo cuando les veía pasar por la avenida y se paraban a tomar el fresco con nosotros, a sentarse en silencio y ver pasar la tarde, reflejándose la luz en las paredes blanquísimas.
No se hablaba mucho en aquellas tertulias improvisadas. Se cantaba más bien, cada uno a su aire, para sí mismo, como una pandilla de borrachos tristes. A mí me encantaba oírles. Qué de misterios encerrados en esas canciones, qué sentimiento el de esos hombretones cantando bajo la tarde, apoyados en el umbral, fumando un cigarrillo tras otro.
Las había preciosas. Ojos verdes, por supuesto. Ésta la cantaba mi abuelo solo, con la mirada perdida, entre el respeto de sus conocidos. Había otras que me encantaban. Aunque no entendiera muy bien las letras me guardaba muy mucho de preguntar nada. Sabía que el silencio era la condición primordial de aquellas reuniones, reuniones de hombres, en las que se me admitía como nieto de mi abuelo, condenado por mi edad a ser testigo mudo.
Otra cosa muy importante era no cantar esas canciones fuera de aquel grupo, lejos de ese instante mágico en que la tarde caía sobre la pared de enfrente, como en un cine de pueblo. Nada de recitar las letras en la escuela, ni con mis amigos, ni en la lechería, pero sobre todo, nada de nada con mi abuela.
Era ella la encargada de disolver el grupo al llegar la noche, con su vestido negro y sus collares de perlas, surgiendo de pronto ante nosotros como una aparición. Con una energía impropia comenzaba a barrer el umbral, sin preocuparse de nuestra presencia, sacudiendo sus brazos de sarmiento para espantar las moscas.
Cansinamente, empezaban a desfilar los amigos, poniéndose en pie como si les costara la vida, arrastrando las últimas notas de la copla que se estuviera cantando en ese momento. Cuando se veía desaparecer al último conocido, mi abuelo se levantaba con una agilidad pasmosa, respiraba profundamente y comenzaba a cantar a voz en grito ojos verdes, con grandes aspavientos, en mitad de la calle.
Lo hacía siempre. Todos los vecinos lo sabían, yo lo sabía. Era una especie de provocación a mi abuela, a esa mujer enjuta y enlutada que le espantaba los amigos con un palo de escobones, como si fueran cucarachas. También mi abuela lo sabía, pero reaccionaba cada tarde como si fuera la primera, santiguándose como si contemplara un exorcismo, con los ojos más juntos que nunca, convertidos en una raya fina de desprecio.
Invariablemente, me cogía de la mano con fuerza, hasta hacerme daño y me arrastraba hacia la casa, murmurando cosas incomprensibles, si no fuera por este infeliz, este pobre que no tiene la culpa de nada, borracho asqueroso, como si mi abuelo estuviera siempre pegado a una botella. Pero eso no pasó hasta mucho más tarde, como si el tiempo se hubiera empeñado en darle la razón a mi abuela, a su poder de predicción, convirtiendo en alcohólico a quien llevaba acusado de alcoholismo muchos años.
Para apagar su rabia, me sometía a un baño purificador de agua hirviendo o congelada, por supuesto siempre al contrario del orden normal de las estaciones. Era su teoría sobre el fortalecimiento de los huesos. Me hacía desnudarme en pleno invierno en el patio, tiritando de frío y me echaba cubos de agua helada por encima, con furia, como si estuviera blanqueando el infierno podrido en que el abuelo estaba convirtiendo mi alma.
En verano, la piel se me ponía roja, como si fuera un cangrejo cociéndome en mitad de la cocina. Mi abuela restregaba mi piel con saña, hasta dejarla en carne viva, liberada de las malas influencias de las coplas de moda. No entendí hasta mucho más tarde su odio irracional por las coplas. Aquellos días no podía adivinar siquiera que mi abuela y mi abuelo no eran una pareja muy al uso. No dormían juntos, no se hacían caricias, hasta comían a horas distintas. Lo único que me llamaba la atención era su odio por las canciones. Y eso era suficiente para que yo adorara a mi abuelo.
En septiembre del cincuenta y cuatro este hombre ni siquiera era mi abuelo todavía. Ya estaba casado, quizás había nacido ya mi madre y mi tía venía en camino. No tengo muy claras las fechas.
Nada de esto se puede adivinar en esta foto. Él no tiene los hombros cansados ni el gesto huidizo que le conocí siempre. Parece más alto, le sienta bien ese traje. Quizás lo que le sienta bien es la sonrisa, esa línea de dientes blanquísimos desafiando la tarde. Debe ser la falta de costumbre de ver sonreír a mi abuelo, de contemplar sus ojos mirando de frente, sin apartar la vista. Le recuerdo más bien como un hombre cansado, musitando canciones en el umbral, más interesado en la punta de sus zapatos que en otra cosa.
A veces no era así. Algunos días desaparecía por la mañana y no volvía hasta bien entrada la tarde, cubierto de polvo, con una sonrisa estúpida y los ojos bailones. Esos días se me hacían interminables, metido en casa, asfixiado por el calor, castigado como siempre en la galería de costura, rodeado de arpías del pueblo. Este niño va a acabar como él, decía mi abuela, con su dedo afilado, señalándome. El aire olía a anís, a bolas de alcanfor. El sol se colaba entre las rendijas, haciendo estelas de luz en la madera. Si entrecerrabas los ojos un poco, podías jugar a adivinar hadas en el polvillo dorado.
Pero la diversión no duraba mucho. Cualquiera de las arpías, con permiso de mi abuela, me sacudía un abanicazo, un golpe certero de plumas y madera. Este niño no duerme bien, va a acabar loco, como el otro, con la de tonterías que le meten en la cabeza. Si al menos viviera su santa madre…
Con el tiempo aprendí que, al contrario que otros niños, yo sólo había tenido una madre, santa para más señas. De mi padre ni hablar, nunca, ni ocurrírseme siquiera. Esa pregunta me había costado más de un baño intempestivo en mitad de la siesta, con el agua hirviendo para evitar que se enfriaran los propósitos de enmienda.
De todas formas, yo no echaba mucho de menos un padre. Tenía a mi abuelo. Una madre quizás. Ninguna de las madres que conocía se parecía a mi abuela. Eran gorditas, chillonas y esgrimían grandes bocadillos a la hora de la merienda, no consomés ni sopas repugnantes, ni purés de verduras que variaban sospechosamente de color.
Tampoco ninguno de los padres que yo conocía se parecía a mi abuelo, pero al revés, yo no les envidiaba. Los otros niños tenían padres que trabajaban siempre, normalmente lejos, y vociferaban en las fiestas, empujándose unos a otros, con los ojos inyectados de alcohol y furia.
Mi abuelo no. No cantaba a voces, sino que murmuraba palabras sueltas, fragmentos de música; menos cuando quería enfadar a mi abuela. Sus amigos no eran ruidosos, tan sólo fumaban en silencio, sentados en el umbral, contemplando fijamente la pared, como formando parte de la calle.
En lo único en que se parecía era en lo de beber, pero tampoco mucho. Yo lo veía venir desde el mirador de costura, trastabillando, haciendo grandes eses entre la gente, con la mirada perdida. Ajeno a las voces de las amigas de mi abuela, bajaba como un loco las escaleras para salir a su encuentro, para que me librara de la maldición de esas arpías y me contara cosas, me cantara bajito entre los árboles del patio.
Aunque su olor era desagradable (una mezcla de aguardiente y tabaco, de sudor y perfume dulzón de mujer), me apretujaba contra él, a la sombra de los limoneros, sintiendo sus manos rugosas acariciar mi cara, luego buscando un cigarrillo, para escuchar las palabras mágicas que siempre salían de su boca, rezando para que mi abuela no bajara como un bicho para interrumpir la hora de las confesiones.
Mi abuelo tosía un poco, se aclaraba la voz y , con los ojos perdidos no sé dónde, pronunciaba las primeras palabras del hechizo: Hijo, voy a hablarte de Concha, y yo sentía un hormigueo recorriendo mis piernas, porque ahora sí, pensaba, ahora sí me va a contar el misterio de ese nombre, un misterio que yo intuía relacionado con las coplas prohibidas.
Fue en la Habana, una tarde de septiembre, decía, paseando por el malecón y yo veía a través del humo y el calor de la tarde una ciudad que no venía en los mapas que nos obligaban a estudiar en la escuela, pero que imaginaba mágica, prohibida, como las ciudades orientales de los cuentos.
Voy a hablarte de Concha, decía, pero no lo hacía nunca. Invariablemente, segundo más o menos, aparecía mi abuela en la puerta del patio, como un espíritu de negro entre el polvo dorado de la tarde. Digna, dignísima, como decían sus amigas, con el rostro blanco crispado en un gesto de ira y desprecio.
Sin una palabra, me arrastraba del brazo escaleras arriba y me encerraba en el baño, en el calor húmedo y asfixiante de la tarde. A través de la puerta la oía llorar con sus amigas, esos cuervos que murmuraban palabras de consuelo, como una letanía: encomiéndate a Dios, María, que esto no tiene remedio, ya lo sabías… y, finalmente, como yo esperaba, sonaba un golpe seco. Mi abuela ha vuelto a desmayarse, pensaba yo, y se producía un revuelo de arpías en busca de las sales, volaban palabras sueltas, desgraciado, malhombre, ya se lo decíamos nosotras, que no iba a olvidarse nunca, que quien hace un cesto hace ciento, y así le salió la hija con ese sinvergüenza, qué te ibas a esperar con ese padre que no la vio crecer, siempre viajando con las artistas. Quien evita la ocasión evita el peligro, un hombre es un hombre y no son de piedra… y así una letanía tras otra.
A través de la puerta del baño yo lo escuchaba todo, tratando de adivinar misterios, asfixiado por el vapor y los mosquitos, mientras, como música de fondo, mi abuelo cantaba a voz en grito ojos verdes desde el patio.
Cuando llegaba el olor de jazmines de la noche a través de la ventana, oía los pasos de mi abuelo en la escalera. Para entonces, podían haber pasado tres o cuatro horas, quizás más, y yo ya había jugado a todas las cosas que se pueden jugar en un cuarto de baño: contar baldosas, resbalar en la bañera, vaciar botes… Invariablemente, tras ese tiempo, estaba ya aburrido y hambriento, ansioso de pan con chocolate o chorizo o queso blanco de ése que veía comer a los otros niños, nada de purés o sopas malolientes.
Medio asfixiado por el calor oía la llegada de mi abuelo, espantando a las arpías. Le imaginaba agitando los brazos, como si tratara de limpiar su casa de malos espíritus, de ahuyentar cuervos. Bajaban las amigas muy enfadadas, desagradecido, loco, si no fuera por nosotras…. María cariño, te esperamos mañana en misa de ocho. Las adivinaba santiguándose al pasar junto a mi abuelo, lanzando miradas de compasión al llegar a la puerta de mi encierro.
Luego, como un bálsamo, comenzaban las palabras de consuelo, las mismas que musitaba al lado de mi cama cuando yo estaba enfermo y la fiebre me hacía imaginar mariposas flotando en la almohada. Palabras suaves, de arrepentimiento, de hombre cansado, con ganas de rendirse: perdona, no volverá a pasar, no volveré a decirle nada al niño, me morderé la lengua como siempre, como he hecho tantos años, María, pero es que a veces uno no puede más, ya lo sé, perdona, por favor, siento haber bebido.
Normalmente, a estas alturas del discurso tantas veces repetido, yo ya estaba llorando al otro lado de la puerta, deseando en silencio que mi abuela se levantara por fin del sillón, se ajustara el vestido negro y se abrazaran, como los otros abuelos, para poder pasear con ellos por la calle, para poder ir a la feria, como los otros niños, para no comer aparte en la cocina, intentando no escuchar las discusiones eternas.
Nunca supe por qué mi abuela no quiso concederle otra oportunidad, por qué no se levantó nunca y le perdonó todo. Tal vez habían sido ya demasiadas oportunidades y habían perdido hacía mucho el tiempo de las reconciliaciones.
Para cuando mi abuela se decidía a sacarme del baño, me había cansado de contar estrellas y de imaginar todo tipo de venganzas asesinas. Las lágrimas habían dejado surcos de sal en su rostro, y su boca permanecía como un trazo recto, una máscara de dolor sin fisuras. Yo la hubiera abrazado si me hubiera permitido ver su llanto, si hubiera demostrado la más mínima ternura, cualquier gesto trivial, como pasar sin querer la mano por mi nariz o acariciarme con un gesto fugaz el cuello.
Nunca lo hizo. Nunca me demostró nada. Me obligó a tragarme sesiones enteras de rosarios por la salvación del alma de mi abuelo, rodeado de los cuervos negros en el calor asfixiante de la noche. Ora pro nobis, líbrame del calor, líbrame de las rodillas clavadas en la arena, líbrame de esta loca que no me deja escuchar la historia de los ojos verdes, ora pro nobis.
Al amanecer, tras una noche larguísima de hambre y lágrimas, sentía la mano de mi abuelo sobre la frente, su olor a sudor, a alcohol de barraca, al tabaco negro que fumaban en las plantaciones. Recorría mi cara con sus dedos, suavemente, con ternura, como recordando un perfil largamente olvidado. Como te pareces a tu madre, me decía, o tal vez yo lo adivinaba, traduciendo sus palabras aguardentosas, lentas, como si no fueran pronunciadas nunca.
No me movía siquiera, deseando que el hechizo durara para siempre, él y yo solos, en mi cuarto, comiéndonos a escondidas un trozo de queso fuerte que había robado no sé cómo de la despensa. Ahora sí, pensaba, ahora sí que va a contarme lo de Concha y los ojos verdes, lo de mi madre, la maldición de las arpías cuando dicen que mi abuelo no debió volver nunca de la Habana.
Pero ese momento no llegaba nunca. Mi abuelo cantaba bajito, perdido en otro mundo al que yo no podía seguirle, ojos verdes, verdes como la albahaca, verdes como el trigo verde… y se iba quedando dormido, arrullado por una brisa que solamente él podía sentir, con su mano de borracho sobre mi frente.
Porque para entonces mi abuelo se estaba convirtiendo en un borracho, como si se hubiera empeñado en dar la razón de una vez por todas a las habaldurías. Cada vez le veía menos, o mejor dicho, cada vez él me veía menos a mí, aunque pasara por su lado mirándole suplicante, anhelando una palabra suya para despertar de mi aburrimiento.
Poco a poco, casi sin darme cuenta, me fui alejando de él. Tenía raros momentos de lucidez, cada vez más breves. Me buscaba entonces como un poseso para hablarme de La Habana, para cantarme coplas, para preguntarme por sitios a los que él ya no podía seguirme.
Abandonó a sus amigos de siempre. Ya no había tertulias de canciones, ni cigarros apagados en el umbral de la puerta. Las tardes eran espantosamente largas, una sucesión interminable de cielos azules. Agosto me sorprendió deseando el fin de las vacaciones.
Hasta se habían ido acabando los rosarios de mi abuela, las sesiones en la galería de costura. Rara vez salía de su cuarto y, cuando lo hacía, era para encerrarse en el salón parroquial, con sus amigas, rodeada de cuervos como testigos de su muerte en vida.
A veces me pregunto cómo fui capaz de mantener la razón en medio de toda esa locura. El uno volviendo a casa de madrugada, cantando a voz en grito ojos verdes, verdes como la albahaca, con los ojos inyectados de pena y rabia. La otra desgranando letanías en mitad de la noche, con los ojos abiertos como una estatua de sal.
Hubiera sido el mejor momento para enterarme de la historia. Mi abuela había bajado la guardia, ya no había baños ardientes en mitad de la siesta. Pero daba igual. Nunca más se habló de Concha, cada vez menos se escucharon coplas destrozadas por la voz aguardentosa de un borracho. Voy consiguiendo olvidar, me dijo un día en mitad de la escalera. Mi cabeza flota lejos de la Habana.
Esa noche oí su llanto durante horas y me juré que no le sacaría el tema jamás. Con mi cabeza escondida bajo la almohada, oyendo su tristeza, sabiendo que ella también la oía y no se levantaba a consolarle, me juré que ya no me interesaría nada más de ellos dos, que no intentaría conocer una historia que no representaba más que amarguras.
Nada de esto se adivina en la foto, ni en la letra temblona que hay detrás. El suave atardecer de la Habana no tiene nada que ver con los días grises del internado, ni con el frío en las rendijas de ese cuarto de la parte antigua donde pasé los primeros años de carrera. No hay restos de las navidades con otros parientes, con mi tía, la otra hija, tan seca y certera como su madre a la hora de herir, ni señal alguna de mi llanto congelado en las estaciones, con la certeza absoluta de que ya no volvería a ver a mi abuelo, ese hombre pequeñito, cada vez más pequeñito, al que yo intentaba no perder de vista tras los cristales, su adiós congelado en un gesto estúpido de borracho.
No me escribió jamás. Yo tampoco lo hice, tan sólo mandaba las cartas que nos obligaban a escribir, todas iguales, como sacadas de un manual de otro tiempo: los frailes nos tratan bien, no hace frío, la comida es buena. Mi abuela contestaba unas líneas escasas, breves y apagadas como ella: lo unico que deseo es que te conviertas en un hombre de provecho. Nunca un beso. Nunca una caricia. Jamás una referencia a mi abuelo.
Durante los exámenes de junio me enteré por tía de que lo habían llevado a un hospital psiquiátrico. Con su habitual delicadeza, me lo soltó por teléfono, por si me importaba algo, dijo. Por lo visto tenía locos a los otros pacientes con sus canciones a voz en grito. Ya sabes, la tontería ésa de los ojos verdes.
Una semana más tarde, cuando hacía planes para visitar el hospital después del último examen, me llegó la noticia de su muerte. Me lo comunicaba ella en una carta, no más larga que las demás, no más pesada, como si el dolor y la angustia fueran por ello más livianos. No te hemos avisado para el entierro porque estabas de exámenes. De todas formas, tampoco hubieras servido de nada aquí, ya sabes que esto es cosa de mujeres.
La imaginaba escribiendo con sus dedos angulosos, cargados de anillos, como telegrafiándome la noticia con el tintineo de sus joyas. ¿habría llorado? Enjuta en su luto de viuda perenne, rodeada de amigas, apoyándose en el brazo de la hija a la que tampoco había querido nunca.
La odié más que nunca, con el odio infantil de los recuerdos, con el odio enfermo de las venganzas ideadas en el cuarto de baño que no llegué a cumplir nunca. Me juré que no volvería a verla jamás, ni a mi tía, ni al pueblo en que me había criado entre misterios de copla.
Esa noche agarré mi primera borrachera en serio. Brindé con todo el mundo por su muerte, por el dolor que me apretaba el corazón y me subía por la garganta, haciendo temblar mi voz cuando cantaba ojos verdes.
A la mañana siguiente, el timbre me despertó de un sueño con olor a sudor y vómitos. Con la cabeza retumbándome por el pasillo, abrí la puerta sin querer a los recuerdos, a las certezas, a la tarde en blanco sin estudiar, repasando de memoria la geografía ficticia de mi infancia.
Pero al principio yo no sabía nada de esto. Tan sólo vi un cartero con un paquete, mirando espantando el estado en que me encontraba, huyendo despavorido ante mis ojos de loco. En medio de la confusión, sólo fui capaz de darme cuenta de la letra escrita de cualquier modo en el papel de estraza de la caja. Hubiera reconocido en cualquier sitio la letra de mi abuelo.
Septiembre del cincuenta y cuatro. Ojos verdes. Es la misma letra, sin duda. Da igual que rebusque como un loco entre las otras fotos, no hay ningún mensaje de despedida, ni un adiós a su nieto, ni una explicación siquiera por tantos años de silencio, por tanta carga de cariño perdido. Tan sólo esta foto garabateada por detrás.
Al principio intento dejarlo para más tarde, para después de una siesta que me repare el cuerpo y me despierte el alma. No estoy para recuerdos seniles ni bromas macabras. A saber bajo qué borrachera le dio a mi abuelo por coleccionar tonterías, naderías de viejo, obsesiones absurdas. Eso es lo primero que pienso cuando veo que sólo hay recortes de prensa, estúpidas noticias sobre una tonadillera española, su boda, su primera hija, sus triunfos.
Mira por donde me vengo a enterar de que mi abuelo era un fan de los de ahora, menudo misterio. Hay de todo: programas antiguos, fotos de revistas, entrevistas, flores secas, una esquela, la noticia de la muerte de la artista…
En el fondo de la caja, bajo todo lo demás, hay un carta y una foto en blanco y negro. Septiembre del cincuenta y cuatro, ojos verdes. Reconozco la letra de mi abuelo, garabateada de cualquier manera en la fotografía. Casi antes de abrir el sobre, adivino a quién pertenece la otra letra, tan picuda, que ha escrito el nombre y la dirección de mi abuelo con un cuidado que a mí se me antoja excesivo. Diciembre del cincuenta y cuatro. Mi querido Tomás, tu canción ha sido un éxito.
No hace falta que siga leyendo más. Prefiero adivinar, presentir, como si a través de la nebulosa informe en que se ha convertido mi cabeza, me golpeara de pronto la certeza de haber sabido esto desde hace mucho, desde las tertulias, desde la primera borrachera, desde la primera vez en que me dijo que iba a hablarme de La Habana.
En la foto el mar se adivina al fondo, como un espejo tranquilo, más allá del malecón.
Pasean los dos ajenos a la cámara, mirándose el uno al otro, como si no existiera nada más, como si estuvieran a salvo del tiempo congelado en este instante. A ella se la ve hermosísima con un vestidito blanco, la mano de él como una mancha negra en su breve cintura.
Se les ve tan felices, tan jóvenes, abrazados en una ciudad que no es Madrid, que puede ser la Habana con su mar al fondo, mi abuelo tan apuesto con su traje negro recién planchado y ella tan frágilmente delgada.. Ajenos a todo, ajenos a mí que les contemplo muchos años después, intermediario de un secreto tan hermoso, conocedor por fin de todas las decisiones que tenemos que tomar, las elecciones que hacemos renunciando a otras cosas, como si no eligiéramos, sino que nos seleccionara una mano extraña, un dios loco que moviera nuestros hilos.
Ajeno también el joven de la foto, a la persona que luego fue mi abuelo, aplastado por el calor y la bebida, sentado debajo de la palma con la botella en la mano, cantando siempre ojos verdes con su vozarrón de mulato del sur. Extraño en sus noches eternas al lado de mi abuela, escuchando ávidamente las noticias que llegaban de España, a solas con los recuerdos que debían llegarle como balas perdidas en mitad de la noche, atravesando sus sueños, para felicitarle por su responsabilidad, por su capacidad de entrega a su familia, por el bien y el orden.
Poco a poco voy desgranando las viejas fotografías de las revistas, la carta desgarrada con la letra picuda, con esa letra alargada que atraviesa las penas y habla de maridos celosos y mujeres entregadas y la locura de vivir una pasión prohibida, una pasión de copla, tan acorde con las letras de sus canciones, ahora todas ellas con significado preciso, como recién escuchadas: yo soy la otra, amante de abril y mayo, dime que me quieres, por ti yo sería capaz de matar, yo soy ésa, te quiero siendo la otra como la que más te quiera…
La otra. Los sagrados mandamientos de la ley y el orden, la vida a trompicones entre recuerdos cada vez más difusos, la sensación de las oprotunidades perdidas, la insatisfacción por fin.
La insatisfacción, motor del mundo, monstruo que devora a sus propios hijos. Como a ellos dos, tan ajenos a todo en esta foto, en una ciudad que no es Madrid, al lado del mar, acercándose quizás a un hotel o saliendo de uno, tan abrazados, tan lejos de la responsabilidad, brindando por un amor que casi ya no les pertenece.
Esta foto congela un instante en que todos los acasos fueron posibles, todos los si fuera, en una tierra en la que no existía el deber ni el orden, un lugar mágico conservado por el tiempo.
Con ella en la mano, comprendo por fin su historia, el aburrido trabajo en la plantación familiar, las escasas canciones que llegó a componer para destrozarlas luego, el lento transcurrir de los días que le llevó a la locura, a la vida de luto que hizo llevar a la mujer que eligió por obligación, no por amor. Entiendo también por qué fue tan frío con sus hijas, por qué animó a mi madre a fugarse con el artista aquel que cantaba de pueblo en pueblo canciones tan hermosas. Para que tuviera una oportunidad, para que viviera por fin todas las vidas que él no había podido vivir nunca.
Le imagino soñando eso a través de esta foto, abrazando de nuevo por la cintura la otra vida que pudo llevar, los otros hijos, un mar que parece no acabarse nunca. Un mar que, al atardecer, en La Habana, se va poniendo del color de sus ojos, se refleja a través de sus pestañas, en un momento que él quisiera eterno.
Entonces, del fondo de su corazón, van surgiendo con vida propia los primeros acordes de la canción con la que yo aprendí a dormirme, la canción que hizo famosa a la joven de la foto y que mi abuela odiaba tanto, el estribillo que, a pesar del dolor, nos hace felices. A mí, porque me recuerda mi infancia y a él porque le recordaba que la vida fue una vez de un color distinto a un negro tunel sin salida.
El color de la esperanza, de la ilusión perdida y conservada, el color de la juventud y la fruta aún no madura, de las cosas por hacer y el tiempo por delante.
No el negro del luto, de la otra, de yo soy ésa y el pecho tatuado.
Sino el verde, como los ojos verdes,
verde como la albahaca,
verde como el trigo verde
y verde verde limón.
Hernan says
Muy bonito el relato